He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

lunes, 8 de febrero de 2016

Simulacro

Había salido a comer algo a uno de los bares que había cerca del colegio. Terminó su última clase a las dos y veinte y aún tenía que hacer tiempo hasta las cinco menos cuarto, la única hora a la que la madre de T. le había dicho que podía acudir a entrevistarse con él. Llevaba varias semanas tratando de quedar con ella pero no conseguían encontrar el momento, y cuando por fin el viernes pasado le dijo que este martes podría, no fue capaz de decirle que a esa hora su jornada de trabajo hacía ya un buen rato que había terminado y que tenía más cosas que hacer además de pasar el día en el colegio. Le hubiera gustado decirle que tenía que volver a casa para estar con su familia, que había quedado con unos amigos para pasar la tarde por ahí o que tenía unas entradas para ir al teatro con su pareja.
Pero cuando habló con ella fue incapaz de darle ninguno de esos argumentos para convencerla de que se entrevistaran a una hora que a él le viniera mejor. No tenía familia, no tenía pareja, y sus amigos, si es que podía llamarles así, eran sus compañeros del trabajo, a quienes sólo veía en la sala de profesores, en el patio o en los pasillos del colegio.
A estas alturas debería estar ya acostumbrado, pero al verse en situaciones como ésta no podía evitar enfadarse un poco consigo mismo. Imaginaba las posibles conversaciones que podría haber tenido con la madre de T. para explicarle que no podía quedar ese día a esa hora, que tendrían que pensar otra opción que les viniera igual de mal o de bien a ambos. En esas conversaciones imaginadas su voz le salía con naturalidad, sin esfuerzo, simplemente charlaba amigablemente por teléfono con la madre de su alumna, le explicaba que el martes por la tarde no podía ser, pero que podrían verse tal o cual día a tal o cual hora, y al final llegaban a concretar la cita sin mayor dificultad. La facilidad con la que parecían fluir esos diálogos ficticios le llenaba de frustración al compararla con su incapacidad para llevarlos a la realidad.
Sin embargo no tenía ningún problema cuando se ponía delante de una clase a explicar sus asignaturas. Se sentía cómodo con una pizarra y una tiza y un grupo de adolescentes delante. Ése parecía ser su medio natural. Es cierto que en clase tenía que bregar con las dificultades de la materia que explicaba, que no era de las más fáciles, y con las hormonas desatadas de la adolescencia, pero era en ese entorno en el que sabía cómo comportarse y qué hacer. Era ahí donde se sentía seguro.
En cuanto salía de ese espacio del aula que le resultaba tan confortable, su seguridad se diluía y era incapaz de relacionarse con normalidad. Siempre le había costado y a estas alturas, a punto de superar los cincuenta, se había rendido y había renunciado a dar con herramientas que le hicieran su vida algo más fácil. No se sentía bien en los bares o en lugares en que se viera obligado a conversar o a relacionarse con gente, incluso aunque fueran espacios supuestamente cómodos o neutros. Le costaba intervenir en las reuniones de su comunidad de vecinos o en las del claustro de profesores.
Mientras esperaba a la madre de T. recordó la primera reunión del curso, en septiembre, en que la directora presentó al nuevo profesorado que se incorporaba y habló de generalidades sobre el funcionamiento del centro, horarios, normas disciplinarias, simulacros de evacuación y cosas así. Durante la reunión miraba de reojo a las nuevas caras mientras la directora explicaba que todos los años se realizaba un simulacro de emergencia en algún momento del primer trimestre, que intentaban hacerlo del modo más riguroso posible y que no se trataba simplemente de que todo el mundo saliera rápido del edificio sino también, y sobre todo, de salir de forma ordenada, segura y eficaz. Había quien escuchaba con atención, quien incluso tomaba notas, y quienes escuchaban esas explicaciones con la desidia con que se oyen las instrucciones de seguridad de un avión o se ignoran las condiciones de uso de un programa antes de instalarlo. Él, en silencio, tratando de pasar desapercibido, miraba cómo sus propios dedos jugaban con uno de esos lápices negros y amarillos que siempre usaba, como si lo más importante de lo que estaba ocurriendo en ese momento en la sala de profesores fuera el movimiento de su lápiz, que le permitía tener concentrada su mirada en algo mientras escuchaba todas esas cosas que ya se sabía de memoria después de haberlas oído una y otra vez año tras año. De vez en cuando levantaba un instante la vista y tomaba nota mentalmente de quiénes de aquellas personas le resultaban interesantes, o con quienes le gustaría charlar algún día o tomar un café, mientras la directora seguía contando que la fecha y la hora en que se realizaría el simulacro la decidía el equipo directivo y procuraba mantenerse más o menos en secreto hasta el último momento para que el ejercicio de evacuación resultara lo más realista posible.

Aunque llegó muy puntual, la madre de T. le pidió disculpas por si le hubiera hecho esperar. Había bajado a recibirla a la entrada del colegio y desde allí subieron juntos al departamento, en la segunda planta. Era una mujer joven, quizá no llegaba a los cuarenta o acababa de pasarlos. Tenía cara de cansancio. Un cansancio que no parecía que fuera por algo que le hubiera ocurrido ese día. Había algo en su gesto, en su modo de moverse y de hablar, que transmitía una especie de hastío, una intranquilidad cuyo único remedio parecían ser unas largas vacaciones en las que no tuviera que asumir ninguna responsabilidad.
A pesar de las dificultades que habían tenido para concretar la cita había sido ella quien había llamado hacía varias semanas al colegio interesada en hablar con el tutor de su hija: le parecía que no había empezado bien el curso y quería tener más información y algunos recursos para tratar de echarle una mano. Una de las veces que hablaron por teléfono le dijo que con el padre no se podía contar. No dio más explicaciones. Ella había asumido acompañar en solitario y del mejor modo posible a su hija en su paso por la adolescencia.
Recorrieron un pasillo intercambiando comentarios banales sobre el tiempo raro que hacía esa semana, sobre lo laberíntica que era esa parte del colegio, que había sido la primera en construirse, antes de la ampliación, y tenía una distribución algo caótica, y sobre sus locos horarios de trabajo que le habían impedido venir en otro momento. Esos minutos desde la entrada del colegio hasta el lugar en que los profesores solían reunirse con los padres eran siempre parecidos. Era un tiempo razonablemente cómodo para él, que se limitaba a ir indicando el camino y asintiendo a lo que oía sin necesidad de mirar a la cara a la otra persona ni de hacer avanzar esa presunta conversación hacia ningún lugar concreto. Al final del pasillo subieron unos escalones hasta una especie de entreplanta en la que estaba la salita de reuniones del departamento.
Ella se sentó frente a una mesa demasiado grande y demasiado llena de papeles y carpetas, y él le preguntó si le apetecía un café o una infusión. Puso agua a calentar y preparó un descafeinado para ella y un té verde para él, y retiró las cosas que había sobre la mesa. Ella parecía cómoda, pero su voz sonaba inquieta, como con un miedo a todo que se intuía de algún modo en segundo plano, detrás de su aspecto sonriente. Mientras sacaba vasos y cucharillas y organizaba tés o cafés, podía observar a la otra persona, apropiarse de la situación y aprovechar esa mínima ventaja que le daba ser quien mejor conocía el lugar. Era un tiempo que posponía un poquito el momento de sentarse frente a frente y comenzar a hablar.
Él se relajó un poco cuando por fin se sentó, sacó sus papeles y empezaron a hablar sobre T. Volvía a estar en su territorio. Tocó de nuevo tierra firme al hablar de notas, de exámenes y de evaluaciones mientras entretenía sus manos con su lápiz amarillo y negro. En algún momento levantaba la vista, la cruzaba con la mirada de ella, y sentía que quizá esa mujer no venía sólo para hablar sobre su hija. Era consciente de que era un hombre torpe relacionándose con la gente, pero precisamente esa timidez extrema le había vuelto muy buen observador. Sintió en la mirada de ella su necesidad enorme de diálogo, de pasar un rato con alguien que le escuchara y que le hablara. Alguien con quien pudiera compartir unos minutos que la sacaran de su soledad y de su rutina. De esa soledad que le acompañaba cada día a un trabajo que ni le gustaba ni le interesaba, que estaba con ella en su casa, en la calle, en el metro. Una soledad que no la abandonaba fuera donde fuera.
Al preguntar cómo era T. en casa, para tener más información sobre ella que añadir a su expediente académico, se abrió una espita por la que empezó a salir a borbotones todo el malestar de la madre, sus inseguridades, su hartazgo de una vida que no había elegido y que no le satisfacía desde hacía mucho tiempo.
Él pensó que aunque un rato antes hubiera preferido desaparecer y verse en su casa, solo, ahora lo único que deseaba era poder contarle a esa mujer que él se sentía igual que ella, harto de tener la impresión de dejar pasar un día tras otro. Y que le gustaría salir del colegio en ese momento, dar un paseo, tomar un café en algún sitio, charlar de cualquier cosa. Le hubiera gustado decirle que salieran de allí y fueran a dar una vuelta y a pasar juntos lo que quedaba de la tarde tratando de llenar cada uno la soledad del otro.

Se sobresaltaron cuando empezó a sonar la sirena. Les sacó de la burbuja que durante unos minutos se había creado a su alrededor. Fue como si verdaderamente hubieran estado dando ese paseo que los dos necesitaban y algo les hubiera transportado de nuevo, a la fuerza, a aquella habitación.
Él reaccionó enseguida diciéndole que no se preocupara, que era la sirena que se usaba para las emergencias, que estaban haciendo un simulacro de evacuación, que siempre se hacía uno durante el primer trimestre y había dado la casualidad de pillarles justo durante su entrevista. Le dijo que no merecía la pena que bajaran, que mejor terminaban la reunión y trataban de pensar medidas concretas para trabajar con T., que al fin y al cabo era el motivo por el que habían concertado aquella cita. Añadió, con una sonrisa, que además les había costado demasiado trabajo encontrar una hora en la que poder verse como para de repente cortar la reunión precipitadamente y tener que posponerla. Ella también sonrió, se recompusieron un poco y empezaron a recapitular lo que habían hablado sobre T., tratando de concretar cómo podían ayudarla a superar el curso lo mejor posible.
Durante unos minutos, mientras seguían hablando, oyeron a la directora organizando la evacuación, el alboroto de niños y niñas moviéndose por los pasillos, gente que subía y bajaba por las escaleras, puertas que se abrían y cerraban, ventanas, algún grito que costaba distinguir si era de susto o de risa. Siguieron hablando tranquilos, sintiendo que incluso aunque a T. no le fuera útil lo que decidieran, a ellos les estaba sentando muy bien ese encuentro y seguro que eso repercutiría de algún modo en ella. Enseguida volvió el silencio a los pasillos.

Olieron el humo casi al mismo tiempo en que oyeron acercarse la sirena de los bomberos. Ella tardó algo más en reaccionar, pero él entendió enseguida que no era el simulacro del primer trimestre. Cuando abrieron la puerta vieron que era tarde. El fuego debió comenzar en el otro extremo del edificio y se extendió por las aulas de alrededor respetando los despachos y los departamentos que están en el centro y que ahora estaban rodeados por las llamas y sin salida posible.
A pesar de todo, seguían tranquilos. Se miraron y fueron conscientes de que este rato que habían vivido juntos era el primer momento verdadero que habían tenido en años. Había sido la primera vez en mucho tiempo en que se habían sentido ellos mismos y se habían sentido bien.
Sabiendo que no podían salir de allí por sus propios medios, volvieron con calma a la mesa en la que se habían reunido, y se sentaron confiando en que a los bomberos les fuera posible llegar hasta allí a rescatarles. Se miraron y, mientras esperaban, se dejaron llevar por ese silencio cómodo y amable que ahora no era forzado sino deseado.

Navalafuente, noviembre de 2015.

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Simulacro por Román J. Navarro Carrasco se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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