He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

martes, 29 de noviembre de 2016

El bolso

Mi asiento es uno de esos que hay al principio del vagón y que comparte mesa con otros tres. Mientras envío unos guasaps despidiéndome de unos y avisando a otros de que vuelvo a casa, he sacado el ordenador para aprovechar el viaje. El fin de semana familiar ha sido agotador, estoy muerto, pero tengo que preparar mis clases de mañana y terminar mis deberes para el taller de escritura de esta tarde.
Ha subido al vagón una chica muy joven. Lleva el pelo recogido en un moño dejando el cuello al aire y un pantalón azul de cuadros. Se ha sentado frente a mí, nos hemos dado los buenos días y se ha puesto a mirar su móvil.
Oigo a mi espalda la voz de una mujer mayor que se acerca preguntando por el asiento 8C. El mío es el 8D. La señora le habla al vagón, a todo el mundo y a nadie, con una voz cortante, metálica. Levanto la vista hacia la chica. Ella también levanta la vista de su móvil y mira a la señora. Por la puerta que tengo enfrente entra un hombre calvo, con gafas. Tiene más o menos mi edad. La señora y él se han juntado en el pasillo. Ella es delgada y alta. Tiene el pelo ligeramente morado y aspecto frágil. Su cuerpo y la ropa juvenil que lleva le hacen parecer algo más joven de lo que debe ser realmente. El hombre le ofrece subir su bolso. Es uno de esos de piel que tienen repetido mil veces el logo de la marca. Ella se lo agradece y lo deja en el suelo. Él coge el asa con una mano y, tras un primer intento, necesita ayudarse con la otra para poder levantarlo.
—No llevará aquí a una persona, ¿no? —le dice mirándonos a la chica y a mí. Ella le sonríe y le da las gracias. Lo ha colocado encima de mí, junto a mi maleta.
Observo las manos de la señora, que ya se ha sentado a mi lado. Son delgadas, muy huesudas, con las uñas perfectamente cortadas y pintadas de rojo. Lleva un par de anillos algo aparatosos para mi gusto, pero muy elegantes. Probablemente muy caros. Oigo al hombre calvo que bromea con la chica diciéndole bajito que no se imagina lo que pesa el bolso de la señora. "De verdad que pesa como un muerto", le dice. Se ríen.
Me vuelvo a mirar por la ventana y pienso en la idea de que esta señora flaquita, que debe andar por los ochenta y muchos, llevara por único equipaje un bolso con el cuerpo de alguien dentro. El bolso no es tan grande, así que si hubiera querido meter un cadáver en él tendría que haberlo troceado muy bien para que entrara. Aún no he pensado en algo que me guste para los deberes que tengo que llevar esta tarde al taller de escritura. Quizá ésto podría ser una buena idea, aunque aún no sé cómo podría desarrollarla. Tengo el ordenador delante, he abierto un archivo nuevo y empiezo a teclear, de momento un poco a lo loco, dejándome llevar, a ver qué sale.
Cuanto más lo pienso más me gusta la idea de un cuento breve en el que una mujer muy mayor, con aspecto muy frágil y el pelo un poquito morado, transporta en tren un cadáver oportunamente descuartizado y metido en un bolso de viaje. Parece algo descabellado, con un punto de humor negro, en ese límite entre lo posible y lo verosímil del que hablamos en el taller de escritura de vez en cuando.
Tecleo. Me desconcentra un poco el paisaje. Ha llovido muchísimo estos días, pero al salir el cielo parecía medio despejado, precioso a estas horas de la mañana. De vez en cuando miro a la chica del pantalón de cuadros, al hombre calvo, miro las manos de la señora a mi lado, miro los bolsos y las maletas que hay en la repisa, sobre nuestras cabezas. Ahora vuelve a llover con fuerza, tanto que no se ve nada a unos cuantos metros del tren. El hombre calvo le ha vuelto a decir algo a la chica del pantalón de cuadros mirando de nuevo a la señora. Sonríen. Ha hablado tan bajito que no he podido oír lo que le ha dicho.
Acabo de sentir algo que me ha caído en la cara. Una gota. Me toco y me miro los dedos. No es agua.Tampoco es sangre, creo. No sé qué es. Miro hacia arriba, al bolso de la señora, y cae otra gota más. Ésta sobre el teclado del ordenador en el que escribo.
El hombre calvo me mira. Y la chica. Ya no sonríen.

Madrid, noviembre de 2016.

Licencia Creative Commons
El bolso por Román J. Navarro Carrasco se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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