He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Esnórquel

Me gusta ir a la playa. Sentir el calor del sol en la piel, leer en la arena con el runrún del agua de fondo, bañarme, saltar entre las olas, pasear sin prisa por la orilla... Pero el mar no es un medio que me dé seguridad, me resulta un tanto hostil, incómodo.
Aún así, el verano pasado, durante unos días que pasamos en un camping, me insistió en que tenía que probar lo del esnórquel. Sé que te va a gustar, me dijo. Casi siempre me puede la curiosidad, me gusta probar cosas nuevas y me dio confianza cuando me lo propuso, así que accedí, y al día siguiente, cuando salimos hacia la playa, compramos un par de gafas y tubos en la tienda del camping para probar.
Dejamos nuestras cosas en la arena, nos desnudamos y entramos en el agua. Estaba fresca a pesar del calor del mediodía que apretaba desde temprano. Avanzamos caminando, con las gafas aún en la mano, hasta llegar a una zona de rocas en la que ya casi no hacíamos pie y allí me animó a que empezáramos a bucear. Al principio me resultó difícil: el agua se me metía en las gafas, el tubo se doblaba impidiendo que me llegara el aire... Procuré no alejarme mucho de las rocas para poder agarrarme a ellas como una lapa en cuanto notaba algo raro. Entre risas y consejos sobre cómo respirar con el tubo y cómo moverme en el agua y cómo apretarme las gafas para que no se colara el agua, con sus ojos alegres de sol y mar, me advertía de los erizos que había en las grietas, de las zonas en las que las piedras parecían estar más afiladas, pero yo me arriesgaba a algún pinchazo o algún cortecillo con tal de tener un apoyo seguro que me permitiera sacar la cabeza del agua y respirar libremente.
Poco a poco me fui relajando, conseguí separarme unos metros de las rocas y planear sobre el fondo. Oía bajo el agua el ruido de mi respiración, exagerado, bronco, como si fuera un sonido ajeno a mi, un ruido que no produjera yo, pero por fin empezaba a respirar con calma, despacio, sin acelerarme...
En la zona en la que estábamos las playas son bonitas, pero ni mucho menos exóticas: lo que vas encontrando al bucear no tiene nada que ver con los documentales de la 2 ó con las fotos del National Geographic. Lo que ves no es nada extraordinario, pero pronto descubrí que la sensación de ingravidez es maravillosa.
Y por fin empecé a disfrutar. Veía el fondo a unos pocos metros por debajo de mi, los colores de las rocas iluminadas por la luz que atravesaba el agua limpísima, algunos peces atrevidos, o temerarios, que pasaban cerca sin miedo a quienes invadíamos su espacio. Sentía la luz y el calor sobre mi espalda. Y muy cerca veía su cuerpo que adoro bailando en el agua, danzando a mi alrededor, acompañándome, pendiente de que yo estuviera bien y disfrutara de ese momento mágico...

Madrid, septiembre de 2012.

Licencia Creative Commons
Esnórquel por Román J. Navarro Carrasco se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://elcapituloseisdeminovela.blogspot.com.es/.

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