He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

sábado, 22 de noviembre de 2014

Una voz en la ventana

Siempre teníamos la mochila preparada. Aprovechábamos cualquier fin de semana para salir de casa. En cuanto teníamos unos días libres, cogíamos los bártulos y a correr.
A veces subíamos a la furgoneta, antes de arrancar sacábamos de la guantera el mapa de carreteras y en un minuto, mientras nos poníamos los cinturones, decidíamos a dónde ir. Casi siempre, en esas escapadas cortas, de un modo u otro, el juego y el azar formaban parte de la improvisación: "tú decides a dónde vamos y yo qué musica escuchamos durante el viaje". Así nos acompañaron Bach, Bruce o Monteverdi a Gredos, a Sevilla, a Oporto...
Dedicábamos mucho tiempo a buscar en internet ofertas de vuelos baratos para escapar unos días a cualquier sitio que estuviera a un par de horas de avión. Siempre estábamos tomando buena nota de dónde había gente conocida que pudiera alojarnos si pasábamos por su ciudad.
Nos conocimos hace poco más de cinco años. Se supone que durante ese tiempo fuimos felices. Yo, sin duda, lo fui. Al principio andábamos entre su casa y la mía sin acabar de decidir dónde estábamos más a gusto. Vivíamos muy cerca, así que era fácil decidir sobre la marcha dónde dormíamos o dónde quedábamos a comer o dónde pasábamos la tarde viendo una peli. Al cabo de unos meses, después de hablarlo mucho, decidimos que lo mejor sería mantener las dos casas. Salía un poco más caro, pero era un buen modo de mantenernos cerca sin perder independencia, y en cualquier momento podíamos vernos en una o en otra según nos apeteciera o según nos conviniera por horarios, viajes o trabajos.
Aquel fin de semana fue uno de esos improvisados con la furgoneta. Para lo que aquí quiero contar no importa mucho dónde estábamos, podía ser Burgos o Cádiz o Ávila o Lugo... hoy ya da igual.
Era finales de abril o primeros de mayo. Eso sí lo recuerdo bien porque en esos días estábamos hablando del verano, pensando en hacer algún viaje largo. Nada aventurero, la idea era más bien buscar algún camping cerca de una playa tranquila y pasar allí varias semanas paseando, leyendo, escribiendo, charlando...
Habíamos pasado la mañana vagando por la ciudad. Ya la conocíamos de otras visitas, así que no teníamos esa urgencia que se siente cuando estás en un lugar por primera vez. Era agradable recorrer sin rumbo las calles del casco viejo, esperando llegar a cada esquina para decidir por dónde seguir caminando. A media mañana nos sentamos en un bar a tomar un café. Estuvimos leyendo un rato y aprovechamos para ir anotando ideas sobre lo del verano. Llevábamos uno de esos portátiles pequeñitos y sobre la barra tenían un cartel algo grasiento que decía que había wi-fi en el local, así que entramos en internet para ver destinos, consultar condiciones de alojamientos, y pensar itinerarios.
Sobre las dos y algo dimos con un pequeño restaurante que nos gustó para comer. Estaba en una de las calles del casco antiguo, a la espalda de la catedral, una de esas callecitas que no eran zona de paso para los cientos de forasteros que ese día llenábamos la ciudad. El restaurante no debía aparecer en ninguna guía porque daba la impresión de que quienes estaban allí eran público habitual: una pareja joven con un par de críos, unos señores mayores picando algo en la barra, un grupo de cinco o seis mujeres en una mesa grande al fondo del comedor, otras cuatro personas que debían trabajar por la zona y habían bajado a comer.
Al entrar vimos una mesa vacía junto a una de las ventanas: luminosa, fresquita, tranquila. La calle era estrecha, así que la vista no era espectacular, pero era peatonal y poco bulliciosa, que era lo que buscábamos para comer con calma, sin ruido de coches, antes de regresar por la tarde a casa. Asomándote un poco se veía al fondo de la calle una de las plazas por las que habíamos paseado un rato antes. De vez en cuando veíamos a gente que caminaba hacia un lado o hacia otro junto a la ventana, e incluso podíamos oir sus conversaciones si pasaban cerca. Había quien se detenía unos minutos junto a la puerta a mirar la carta, hablaban un momento, echaban un vistazo por la ventana para valorar la pinta que tenían los platos que había en las mesas o las fuentes de la barra, y decidían si entrar a comer o seguir buscando.
Pedimos unas raciones para compartir y una botella de vino. Mientras comíamos continuamos la conversación sobre nuestro viaje de verano, seguimos pensando opciones, lugares, fechas, planes, visitas, trayectos... Hablamos de la posibilidad de ir con la furgoneta como otras veces o de llegar un poco más lejos viajando en avión, de hacer unas vacaciones sedentarias como habíamos hablado o quizá un poco más movidas cambiando de sitio cada dos o tres días...
Nos acordamos de unos amigos que habían ganado un viaje a Islandia en un sorteo que había montado una librería de viajes a la que íbamos con frecuencia. Esos días seguíamos sus peripecias por la isla a través de su blog. Podía ser un buen destino para nuestro verano. También recordamos a otros amigos a los que habíamos visto unos días antes, que nos habían contado que con la que estaba cayendo y ya que iban a irse de vacaciones un par de semanas, y se iban a dejar algo de su dinero en algún sitio, habían decidido ir a dejárselo en Grecia.

Entonces oímos unas voces que pasaban junto a la ventana, y mientras yo aún seguía diciendo no sé qué sobre la crisis griega, sentí cómo se detenían sus manos sobre la mesa, percibí su ausencia más allá del silencio que se instaló a nuestro alrededor como una niebla densa, sólo roto por la conversación que entraba por la ventana. Levanté la vista de mi plato y vi cómo su mirada se dirigía hacia afuera siguiendo el rastro de las voces que ya se alejaban, como olfateando una de ellas. Todo se había detenido de repente. Había oído algo o había visto a alguien, que había hecho que enmudeciera.
"Un minuto", me dijo. Dejó su servilleta sobre la mesa, se levantó y salió del restaurante. Yo no había reconocido las voces ni a nadie del grupo que acababa de pasar, sólo había oído murmullos y había visto las espaldas alejándose. Me asomé un poco más y vi cómo corría hacia el grupo. Eran seis o siete personas. Al alcanzarles tocó en el hombro a una de ellas, que se volvió sorprendida. Yo ya no podía oirles por la distancia y por el ruido de las conversaciones del restaurante, pero pude ver cómo la persona a la que se había dirigido gesticulaba para decirle al grupo con el que iba que siguieran y que en seguida les alcanzaría. Los del grupo asintieron y echaron a andar continuando por la calle unos metros y girando en seguida a la derecha por uno de los callejones estrechos que salían hacia la plaza del mercado.
Aún no se habían dicho nada. Sólo se miraron en silencio durante un tiempo que parecieron horas. Y entonces se abrazaron como si no se hubieran abrazado desde hacía años... como si en todos esos años no hubieran pensado en otra cosa que en darse ese abrazo. Al separarse empezaron a hablar sin parar, gesticulando, interrumpiéndose, en sus caras se veía la alegría, la sorpresa, la confusión... se tocaban la cara, se daban las manos, se volvían a abrazar, seguían hablando, se tocaban de nuevo... Y por fin, el silencio. Frente a frente, no dejaban de mirarse, pero esta vez con determinación, con asombro, con una certidumbre imposible de entender por nadie más. Se dijeron algo y echaron a andar hacia el final de la calle...

Yo seguía en mi mesa. Seguía mirando por la ventana. Había dejado de comer para esperar a que volviera. Delante de mí, los platos sin acabar, la botella de vino a medias, los trozos de pan, los cubiertos, los vasos, las servilletas... Todo seguía allí como si no hubiera ocurrido nada, como si aún estuviéramos comiendo, riendo, hablando de nuestro próximo verano. Del respaldo de su silla seguía colgada su mochila y el forro polar que se había quitado al entrar. Sobre la mesa, a un lado de los platos, junto al alféizar, el plano de la ciudad, las llaves de la furgoneta, nuestros móviles...
Todos aquellos objetos seguían sobre la mesa como si nuestras vidas no acabaran de dar un vuelco, como si no empezara todo de nuevo, como si no tuviera que reinventarme a partir del instante en que saliera de ese restaurante, como si en lugar de haberse ido para siempre se hubiera levantado para ir un momento al baño o para pedir algo en la barra y estuviera a punto de volver.
Desde que vi su gesto al oir las voces junto a la ventana, y cómo se levantaba de la mesa, de algún modo sentí que no iba a volver y que cualquier búsqueda sería inútil.
En esos días estaba leyendo un libro de un poeta japonés muerto hace muchos siglos. Me vino la imagen de unos versos que había leído esa misma mañana y que aún hoy no he podido quitarme de la mente:
[…] se fue como una hoja en el viento,
como una gota en el arroyo.
Terminé de comer. Recogí las cosas, pagué, salí del restaurante y fui hacia donde habíamos dejado la furgoneta. Fui incapaz de llorar hasta llegar a casa.

En estos meses no he vuelto a tener noticias suyas. Nunca. Nada. Ninguna llamada, ningún correo electrónico, ninguna visita para recoger sus cosas. Nunca he sabido quién era esa persona, ni qué les había sucedido antes de que yo apareciera en su vida.


Estoy pasando el verano en casa, leyendo, escribiendo, paseando, escuchando música...

Madrid, agosto de 2012.

Licencia de Creative Commons
Una voz en la ventana by Román J. Navarro Carrasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

No hay comentarios:

Publicar un comentario