He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

lunes, 22 de diciembre de 2014

Clara

Mi nombre es Clara. Nací hace casi veinte años muy lejos de donde pronto voy a morir. Durante mi vida he hecho largos viajes y he recorrido varias veces Europa de punta a punta. He andado mucho y he visto mucho. He aprendido mucho sobre mí misma, sobre las personas que he conocido y sobre los lugares que he visitado. He visto paisajes increíbles, ciudades asombrosas, he conocido a las personas más sabias y a las más necias. En mis viajes han querido verme reyes y campesinos, músicos, escritores, científicos y filósofos, ricos y pobres, hombres y mujeres, viejos y niños. Todos, creo que sin excepción, me han admirado y se han asombrado al verme.
A pesar de todo eso, hoy que aún siendo joven siento que la muerte no tardará en visitarme, lamento no haber tenido una vida feliz. Quizá quien lea esta historia pueda considerarme sabia, signifique eso lo que signifique, por todo lo que he visto y todas las personas a las que he conocido, pero jamás me he podido sentir libre. Siempre he estado vigilada por alguien o atada o dentro de una jaula o rodeada de una cerca que era todo mi horizonte durante días y días hasta que volvíamos a tomar el camino para dirigirnos a otra ciudad donde, de nuevo encerrada, volvían a exhibirme. En mi vida he recorrido miles de kilómetros, pero nunca he podido caminar por mí misma más de quince o veinte metros seguidos.
Me capturaron cuando tenía sólo unas semanas. Y nunca he vuelto a vivir en libertad. No puedo decir que me hayan cuidado mal. Nunca me ha faltado la comida ni el abrigo. Les interesaba mantenerme sana. Enferma o muerta no les resultaba rentable.
Quienes me cogieron, contando con que lograrían algún tipo de recompensa, me llevaron hasta su amo, Jan Albert Sichterman, un comerciante de origen holandés, culto, viajero, ambicioso, amante de coleccionar obras de arte, libros, objetos y animales exóticos. De joven tuvo algún problema con la justicia cerca de Groningen, su ciudad natal. Durante una noche de farra se vió envuelto en la muerte del hijo de uno de los más importantes comerciantes de té, café y tabaco de la ciudad. El caso nunca se llegó a aclarar del todo, pero gente cercana le recomendó irse lo más lejos posible durante una temporada para evitar la ira de quien había perdido a su hijo y heredero y veía en él al único culpable de esa muerte. Dejó Europa siendo muy joven e hizo carrera en la Compañía de las Indias Orientales compaginando su inteligencia con su falta de escrúpulos a la hora de hacer negocios. Además de los cargos que fue ocupando en la Compañía, comerció con todo lo que se le puso a mano: especias, tabaco, armas, pieles, marfil...
Cuando me llevaron a su presencia consideró que tenerme en su casa podría ser un buen divertimento para sus amistades. Así que allí pasé buena parte de mi infancia, casi tres años, acostumbrándome a vivir observada, entre muros. Al menos seguía viviendo en Bengala, cerca del lugar y en el clima en que había nacido.
Cuando el señor Sichterman se cansó de tenerme entre sus posesiones, me regaló a un comerciante, el señor Douwe Mout van der Meer. Me extraña que fuera simplemente un regalo sin ninguna contrapartida para él, pero nunca llegué a conocer el acuerdo al que llegaron. Un par de meses después partíamos de Dacca rumbo a Europa. ¿Cómo podría contar ese viaje, el primero de muchos? ¿Cómo explicar mi miedo al sentir que el suelo que pisas se balancea sin entender la causa? ¿Cómo narrar el malestar tras días y días de navegación por mar abierto sin ver tierra, sin saber cuánto tiempo más quedaba de travesía ni a dónde nos dirigíamos? ¿Cómo lograr que quien escuche esta historia llegue a imaginar el dolor de las cadenas que me mantuvieron atada a cubierta durante semanas? ¿Cómo transmitir la inseguridad de no saber moverme por la cubierta de madera, siempre resbaladiza? Me alimentaban, me mantenían limpia, trataban de protegerme cuando hacía demasiado frío o demasiado calor durante el viaje, pero yo era incapaz de entender qué ocurría, no podía saber a dónde íbamos ni para qué.
A mitad de ese verano, creo que era el año 1741, después de muchas semanas de viaje, tras descender hacia el sur para rodear el cabo de Buena Esperanza y luego subir recorriendo todo el Atlántico, bordeando África y Europa, llegamos al puerto de Rótterdam. Nunca había visto nada parecido: esa algarabía inimaginable, el ruido ensordecedor que hacían cientos de hombres moviéndose como si el puerto entero fuera un inmenso hormiguero, cargando fardos de un sitio a otro, trasladando caballos, ovejas, vacas y cerdos de aquí para allá, moviéndose entre los tinglados del puerto, cada uno ocupado en su tarea, amarrando en los norays los cabos lanzados desde los barcos que llegaban constantemente sustituyendo a los que abandonaban el puerto con nuevas cargas y nuevos destinos, estibando los barcos fondeados que atracaban en el que era, ya entonces, uno de los grandes puertos de Europa. En julio, incluso allí, tan al norte, el clima es templado, así que no sentí el frío que luego he sufrido durante muchos inviernos viajando de ciudad en ciudad.
Pocas semanas después de llegar tuvimos los primeros espectáculos. Quizá el nombre le venía un poco grande a lo que, para rentabilizar mi traslado, había ideado durante las semanas de viaje desde Asia mi nuevo dueño, el señor Van der Meer, pero a él le gustaba llamarlos así, espectáculos. En un gran cartel había escrito en varios idiomas y con llamativos colores: El espectáculo de Clara, la rinoceronte india. Y así lo anunciaba en el carro que construyó especialmente para trasladarme de un sitio a otro. Un carro vistoso, decorado con aire oriental, se supone que confortable para mí aunque en su interior no pudiera casi moverme. Al llegar a una ciudad, me paseaba por las calles durante varios días encerrada en el carro, en el que la gente sólo podía intuirme a través de los listones de madera, creando en quienes se cruzaban con nosotros la curiosidad, el asombro, el interés... Y entonces, tras unos días en que la noticia corría por barrios y mercados, en algún patio que alquilaba y que pedía que acondicionaran para ello, me mostraba durante unas horas a cambio de unas monedas. Yo no tenía que hacer nada, sólo estar, ver pasar a la gente, sus caras de sorpresa, de repugnancia, de miedo, de lástima...
Esto duraba cinco o seis días en cada ciudad. Al principio venía bastante gente, pero los últimos días era una locura. Quienes ya me habían visto corrían a contárselo a sus vecinos, a sus familiares, a quienes encontraban entre los puestos del mercado, en los talleres, en las iglesias... y cada día aumentaban las colas que se formaban para conseguir acceder al recinto en el que yo esperaba tranquila, resignada. El último día solía colgar en la puerta de entrada un cartel anunciando que el espectáculo se prolongaba un par de días más. Y volvía a correr la voz, y quienes ya habían venido a verme repetían y se lo volvían a contar a sus conocidos y alardeaban de haberme visto más de una vez. En menos de una semana la ciudad quedaba reducida a dos grupos de personas: quienes habían visto a la increíble rinoceronte india Clara, y quienes por algún motivo no habían podido acudir a admirarme y posiblemente jamás podrían ver un espectáculo tan asombroso.
El éxito fue tan enorme, y tan inesperado, que no sólo corrió la voz dentro de las ciudades en las que parábamos, sino que se contagiaba a las ciudades próximas y en ocasiones recibíamos mensajes de sus alcaldes o gobernadores pidiéndonos que las incluyéramos en nuestro recorrido.
Al principio fueron Bruselas, Hamburgo, Ámsterdam... pero luego siguieron Berlín y Viena y Hannover y Ratisbona y Berna y París y Praga y qué se yo cuántos lugares más por toda Europa, sin descanso... Casi cada dos semanas nos trasladábamos. Fueron miles de personas las que me vieron en esos meses. Tantos y tantos ojos mirándome y ninguno pareció reconocer la tristeza en los míos.
En muchas ocasiones llegaba un mensajero con una carta dirigida a mi dueño. Eran cartas del rey de Francia o de Polonia o de Prusia, del Conde de tal sitio o del Marqués de tal otro. Cartas en las que mostraban su interés por ver la maravilla que causaba admiración por todas partes. Desde los tiempos del Imperio Romano sólo se habían visto tres o cuatro rinocerontes en Europa y no querían perderse la ocasión de ver al que ahora viajaba por sus reinos. Mantenían las formas, al fin y al cabo eran reyes y nobles quienes enviaban esas cartas, pero en ellas suplicaban al ya muy rico señor Van der Meer poder verme, tener una función privada en la que pudieran disfrutar a solas de mi presencia, sin mezclarse con el vulgo. Mi dueño se hacía un poco de rogar, les hablaba de sus compromisos en otros lugares, de las muchas ciudades que aún debíamos visitar, hasta que conseguía que esos reyes y condes le imploraran, convenciéndole sólo cuando el precio había subido lo suficiente. Entonces recogíamos los bártulos allá donde estuviéramos y nos dirigíamos al palacio correspondiente. No era sólo el dinero lo que atraía al señor Van der Meer. Era también, y creo que sobre todo, la sensación de poder jugar a voluntad con quienes sabía que eran superiores a él, poder jugar con su deseo, con su curiosidad enfermiza, manipular a su antojo el interés malsano que mostraban por verme.
A veces había quien quería tocarme, sentir el contacto de mi piel dura y áspera. No eran muchos, porque el miedo a que la bestia reaccionara de forma inesperada era demasiado grande. Pero los más atrevidos pedían a mi dueño poder pagar un suplemento por acercarse y rozarme con dedos nerviosos. Cuando eso ocurría yo me quedaba más quieta que nunca, sin mover ni un músculo. Alguna vez había golpeado sin querer a alguien que se había acercado demasiado y eso me había supuesto severos castigos para seguir adiestrándome y volviéndome aún más dócil, más sumisa. Aprendí a hacerme de mármol y ni siquiera pestañear cuando alguien quería acercarse para tocarme o para verme desde un poquito más cerca.
Sentí el miedo, la repugnancia o el extrañamiento de quien tiene dificultades para creer incluso lo que está viendo con sus propios ojos. Pero en algunas ocasiones, pocas, sentí también el respeto de quien venía a verme. Algunos artistas, científicos, gente con una sensibilidad superior a la habitual, o al menos diferente. En Verona conocí al pintor Luigi Aretino della Porta, que en su juventud había sido amigo y compañero de correrías de Antonio Vivaldi, que acababa de morir hacía sólo unos meses en Viena. La tristeza por la pérdida de su amigo músico le sumió en una melancolía de la que ya no saldría hasta su propia muerte. Al verme reconoció en mí esa misma amargura, la que me provocaba el desamparo de mi falta de libertad. Recuerdo que vino cuatro días seguidos. Entraba en el patio en el que me exhibieron en Verona, cerca de la Piazza delle Erbe. Se sentaba en algún rincón desde el que pudiera observarme cómodamente y pasar más o menos desapercibido, y me miraba con atención, con admiración, con respeto, en definitiva. De vez en cuando hacía un boceto en pliegos de papel que sacaba de una bellísima carpeta de cuero negro. Muchas veces lloraba. En Leipzig acudió a verme el mismísimo Johann Sebastian Bach. Fue un par de años antes de morir y ya tenía serios problemas en la vista, así que pidió a uno de sus hijos que le acompañara y le describiera lo que veía. Más que verme, escuchó lo que le contaban de mi. Y yo sentí cómo él podía oír mi soledad y mi tristeza. También algún tiempo antes me había visto en Dresde fray Juan de Berzosa, un religioso español, viajero y estudioso de la naturaleza, fascinado por animales y plantas, que me observó con auténtico interés, no como a un objeto de adorno o de exhibición, sino como a un ser vivo, como a un semejante a él. No recuerdo muchos más casos así, en que quien venía a verme verdaderamente me respetara y no me viera sólo como algo exótico encerrado en una jaula.
Aún me embarcaron varias veces más. Cruzamos el canal de la Mancha para que me viera la familia real británica. Algunas veces sentía que en realidad era yo quien observaba divertida y curiosa a quienes habían ido a verme, y eran ellos los observados como exóticos. Cruzamos también en barco de Marsella a Italia para bajar luego hacia Roma, una ciudad asombrosa donde hasta el mismo Papa se interesó por mí, y volver a ir hacia el norte a Venecia, donde fui una de las atracciones de los carnavales de ese año, si es que esa ciudad necesita alguna atracción más que ella misma.
Creo, aunque a veces me falla la memoria, que fue durante una de esas travesías, mucho más cortas que la que hice de Bengala a Europa, pero no menos desagradables, cuando oí hablar del famoso rinoceronte de Durero, al que también trajeron a Europa desde Asia, aunque en su caso la intención no era mostrarlo como un fenómeno de feria, sino entregarlo como regalo del rey de Portugal al Papa. Corrió peor suerte que yo y murió ahogado al naufragar su barco poco antes de llegar a puerto. Durero nunca lo llegó a ver, lo dibujó de oídas a partir de las descripciones que oyó de boca de quienes sí lo habían visto en Lisboa, pero su grabado se convirtió en un icono y mucha gente pensaba que era más real que un rinoceronte de verdad, tanto que cuando algunos viajeros contaban haber encontrado alguno en sus expediciones por África o Asia, y lo describían tal como lo habían visto, mucha gente confiaba más en la imagen que había grabado Durero que en esos relatos hechos de primera mano.
En muchos sitios me retrataron. La novedad hacía que muchos quisieran retener mi imagen haciendo dibujos, óleos, grabados, cerámicas... Y así quedaré para la posteridad, como una rinoceronte triste y viajera.
Llevo varios meses en Londres. Volvimos en octubre de nuestro último viaje, larguísimo, que nos llevó de nuevo hasta Polonia y luego hacia el norte, en pleno invierno, pasando por Copenhague y Ámsterdam. Siento que no me queda ya mucho tiempo. El señor Van der Meer debe haberlo notado también porque no parece que tenga intención de que iniciemos un nuevo viaje. Me debe ver enferma y débil. O quizá también él está cansado. En el fondo su vida no ha sido mucho mejor que la mía. A veces el guardián está tan preso como el convicto al que vigila. Aquí el clima es espantoso. Sigo añorando, aún hoy, casi veinte años después de salir de allí, el calor húmedo de mi infancia bengalí.

Manjirón, enero de 2014.

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Actualización del 20 de marzo de 2018

Escribí este relato a principios de 2014 y lo colgué aquí a finales de año. Vuelvo a leerlo tiempo después y creo que es de las cosas que he escrito que más me gustan.

Cuatro años después, mientras paso unos meses en Londres, he descubierto un par de cosas que me han hecho acordarme de este texto:

- Hace unos días descubrí en la National Gallery este cuadrito de Pietro Longhi [1701-1785] titulado Exhibición de un rinoceronte en Venecia [1751]:

- Y hoy mismo leo por ahí que ha muerto Sudan, el último macho de una subespecie de rinoceronte blanco.
Sit tibi terra levis.

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