He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

martes, 13 de octubre de 2015

El cepillo de dientes

Lo primero que hizo, como siempre al llegar a su casa, fue cambiarse de ropa. Era como un ritual. Le costaba ponerse a hacer cualquier otra cosa hasta no haberse cambiado de ropa y haberse lavado las manos. En el dormitorio se descalzó, cogió del armario una camiseta vieja de manga larga y un pantalón de algodón. Se cambió los calcetines por unos más gorditos y se calzó las zapatillas de invierno. Empezaba a refrescar. Lo de haberse mudado de la ciudad a un pueblo de la sierra tenía sus ventajas, como aparcar en la misma puerta al llegar a casa, pero también tenía algunas pegas y, sin duda, una de ellas era el frío. Se asomó a la ventana. Le gustaba el tacto cálido de la camiseta y el pantalón sobre su piel mientras veía bajar la niebla desde la montaña. Le agradaba sentir el calor dentro de su casa mientras imaginaba el frío fuera.
Fue al baño. Se lavó las manos mientras el espejo le recordaba su necesidad de más horas de sueño. Se sentó en la taza a hacer pis. Apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en las manos entrelazadas. Dejó vagar su mirada sobre el lavabo que tenía justo delante como esas veces en que el despertador suena demasiado pronto, te incorporas de la cama, bajas los pies al suelo y te quedas, aún entre sueños, mirando un zapato o una esquina de tu habitación como si fueran a desvelarte, por fin, el sentido de tu vida.
Se fijó en su cepillo de dientes. No era el suyo. Su cepillo tenía una de esas capuchitas de plástico y el que había en el lavabo no la tenía. Quizá se le había caído con las prisas de la mañana y no se había dado cuenta. Además creía recordar que su cepillo era uno rojo y gris y no ese blanco y celeste que parecía olvidado allí por alguna visita despistada.
Quería cenar algo rápido y meterse en la cama pronto. Después de la semana agotadora de trabajo que había pasado lo que necesitaba era dormir muchas horas seguidas sin tener cerca ningún despertador al acecho. Cuando abrió su nevera no vio más que cuatro cosas dispersas y con no muy buen aspecto. Tendría que hacer compra por la mañana si quería sobrevivir al fin de semana. Cogió un resto de embutido que quedaba en un túper, un par de mandarinas y un yogur del que tuvo que comprobar la fecha de caducidad porque no recordaba cuándo lo había comprado. Tampoco recordaba haber comprado leche de avena. Y le costó darse cuenta de que el líquido blancuzco que había en un bote en una de las baldas de la puerta de la nevera era kéfir. ¿Cuándo había sido la última vez que había tenido kéfir en su casa?
Puso en una bandeja el túper, las mandarinas y el yogur, añadió un par de rebanadas de pan de molde, una cuchara y un vaso de agua, y fue a sentarse al salón. Pensó en encender la tele y dejarse abrumar por la oferta de todos esos canales que le invitaban a ver muchas más películas y documentales de las que le iba a dar tiempo a ver en toda su vida, pero cambió de idea y decidió que le iba a sentar mejor un poco de música. Abrió la bandeja de los cedés y se sorprendió al encontrar un disco con un par de cuartetos compuestos por alguien cuyo nombre ni siquiera le sonaba. Se quedó unos instantes de pie, con el cedé en la mano, mirándolo. Sentía cómo le invadía de nuevo el cansancio. Tenía que sentarse a comer algo e irse a dormir ya. Se decidió por el silencio.
En el sofá, mientras comía mirando hacia la tele apagada, sintió frío. Se volvió para coger una de esas mantitas que siempre tenía cerca para las tardes de invierno. Al girarse vio en la ventana unas cortinas que nunca habían estado allí. Siempre había tenido manía a las cortinas.
Dejó una mandarina a medio pelar sobre la bandeja, se puso de pie y, ya con cierta alarma, volvió a pasar la vista por su salón. Era su salón, eso era seguro, pero había cosas que no estaban allí cuando salió de casa por la mañana. La tele se parecía a su tele, pero ésta era un poquito más grande que la suya. En una esquina había un aloe en un tiesto que estaba mucho más crecido que el que recordaba. Se acercó a su librería. Entre sus libros había otros que nunca había comprado ni leído. Estaban algunos de esos folletos de exposiciones que le gustaba dejar apoyados en los lomos de sus libros durante una temporada después de verlas. Estaban sus postales, algunas fotos. Entre todas esas cosas conocidas había un folleto de una exposición que se había celebrado años atrás en una ciudad a la que jamás había viajado. Y una foto en blanco y negro en la que se veía a una pareja mayor junto a un lago.
El agotamiento con el que había llegado a casa había desaparecido. Más bien era como si se hubiera interrumpido y de repente tuviera una energía inesperada. No era una broma. Era demasiado complicado como para ser una broma de alguien. Recordó el cepillo de dientes y volvió al baño: el gel de baño (no era la marca que solía usar y además le gustaba quitar las pegatinas de los botes y éste las tenía todas), el champú (hacía años que no usaba champú), la toalla... Ninguna de esas cosas era suya.
Ahora iba de una habitación a otra de la casa, con precipitación, casi con urgencia, tratando de reconocer lo que era suyo y lo que no. Cada vez que volvía a una habitación en la que ya había estado encontraba nuevos objetos ajenos. En la cocina abrió armarios y cajones descubriendo platos, vasos, cubiertos que nunca habían estado allí. Volvió a su dormitorio. La ropa con la que había vuelto de trabajar aún seguía desmadejada sobre la cama, aunque ahora se dio cuenta de que el edredón no era el suyo. Aquí también había cortinas.
Decidió que quería salir de esa casa. Tenía que salir de esa casa que ya no sabía si era la suya. Necesitaba tomar el aire, despejarse. El cansancio le estaba jugando una mala pasada. Ya había anochecido. Abrió el armario para coger algo de abrigo. Reconoció algunas cosas suyas pero también vio jerseys, pantalones, faldas, corbatas, sujetadores, blusas, americanas que no estaban un rato antes.
Cogió al azar un forro polar que parecía de su talla y unos pantalones que abrigaran más que los que llevaba puestos. Se puso unas botas de montaña que le recordaban a las suyas y un chubasquero. Salió de su casa precipitadamente, con miedo de que de un momento a otro apareciera la persona que de verdad parecía vivir allí.
Como imaginaba, las llaves de su coche no funcionaron al intentar abrirlo.
Echó a andar por una calle que no reconocía.
Hacía frío.

Navalafuente – Madrid, octubre de 2015.

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El cepillo de dientes by Román J. Navarro Carrasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

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