He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

viernes, 29 de julio de 2016

En la librería...

Pasé toda la tarde en la librería. No había libros en ella; hacía casi medio siglo que no se imprimían. Y yo los esperaba tanto después de los microfilmes en que consistía la biblioteca del Prometeo. No existían. Ya no se podía curiosear en las estanterías, sopesar gruesos tomos en la mano, saborear bien su volumen, que predecía la duración del placer de su lectura. La librería recordaba un laboratorio electrónico. Los libros eran pequeños cristales de contenido acumulado, y se leían con ayuda de un optón. Este incluso se parecía a un libro, aunque sólo tenía una página entre las tapas. Al tocar esta hoja, aparecían por orden las páginas del texto, una tras otra. Pero, según me dijo el robot vendedor, los optones se usaban muy poco. El público prefería los lectones, que leían en voz alta, y era posible elegir la voz, el ritmo y la modulación preferida. Solamente se imprimían en páginas de plástico, que imitaban el papel, algunas publicaciones científicas de audiencia muy reducida. Por ello pude meter en un bolsillo todas mis compras, aunque se trataba de trescientos títulos. Los libros parecían un puñado de granos cristalinos. Escogí varias obras históricas y sociológicas, algo sobre estadística, demografía y psicología: de esto último, lo que me había recomendado la chica del ADAPT. Algunos manuales más voluminosos de matemáticas, que naturalmente no eran voluminosos por su tamaño, sino por su contenido. El robot que me atendió era él mismo una enciclopedia; según me dijo, estaba en comunicación directa mediante catálogos electrónicos con todas las obras del mundo. En la librería sólo se encontraban "ejemplares" únicos de libros, y cuando alguien los necesitaba, el contenido de la obra requerida se fijaba en un pequeño cristal.
Los originales -matrices de cristal- no podían verse: estaban detrás de placas de acero esmaltadas, de color azul pálido. Así pues, el libro se imprimía, por así decirlo, cada vez que alguien lo necesitaba. Habían dejado de existir los problemas de edición, de tirada o de que un libro se agotase. Era realmente un gran éxito. Pero yo lo sentía por los libros. Cuando me enteré de que había tiendas de libros antiguos de papel, las busqué y encontré una. Tuve una decepción: apenas había literatura científica. Novelas, algunos libros para niños y un par de años de viejas revistas.
Compré (sólo había que pagar por los libros viejos) unos cuentos de cuarenta años atrás para saber a qué llamaban cuentos hoy en día, y entonces fui a una tienda de artículos deportivos. [...]

De la novela Retorno de las estrellas [1961] del escritor polaco Stanisław Lem [1921-2006].

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