He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Baldo el tuerto

—Baldo, coño, cuéntale al chiquillo lo que te pasó en el ojo. Cuéntale por qué tienes más sietes que un trapo viejo.
Era mi abuelo quien hablaba mirándome con su sonrisa cómplice. Y el chiquillo era yo, claro, que cuando le oía decir aquellas palabras me quedaba expectante, entre deseoso y asustado, sabiendo lo que venía a continuación. Con nosotros estaba Baldo el tuerto, manoseando su vaso de manzanilla, mirándonos con su único ojo, azul muy claro, casi gris.
Yo tendría entonces diez o doce años. Pasábamos las vacaciones de verano en Algeciras, en casa de mis abuelos, los padres de mi madre. De finales de junio a primeros de septiembre, eran más de dos meses entre los chapuzones en la playa del Rinconcillo y los paseos por el parque, la calle Ancha y la plaza Alta. Recuerdo el sabor de las patatas fritas mezclado con el del agua del mar del ultimísimo baño de cada día, cambiándonos de ropa a toda prisa mientras esperábamos el autobús para volver a casa a comer. Recuerdo los sobres con soldaditos de plástico que me compraba los domingos al salir de misa en uno de los carrillos que había junto a la iglesia de la Palma. Recuerdo las tiendas de campaña, como las llamábamos mis hermanas y yo, que montábamos en el balcón con unas colchas y un par de mantas viejas que nos dejaba la abuela, para escondernos allí de los adultos a jugar durante el calor de la tarde. Recuerdo a los miles de marroquíes que abarrotaban el paseo marítimo durante días hasta poder pasar al otro lado del Estrecho, con un montón de críos y con los coches llenos de bártulos que traían desde Francia, Bélgica o Alemania. Recuerdo ir con mi abuela a hacer la compra al mercado, a la Plaza, como ella lo sigue llamando. Recuerdo los cines de verano, el Delicias, el Fuentenueva...
De vez en cuando, quizá un par de veces cada verano, mi abuelo me decía:
—Niño, ¿te vienes a Los Pinos, a ver qué se cuenta mi amigo Baldo el Tuerto, y de paso nos traemos unos piñones, que dice la abuela que se le han acabado los últimos que trajimos...?
Antes de que hubiera terminado la frase yo ya estaba listo para salir, preparado para lo que sabía que era un muy buen plan para una mañana de vacaciones.
Los Pinos era un antiguo restaurante de carretera que estaba un poco antes de llegar a Palmones. En los años 50 y 60 era parada obligada de los camioneros que hacían la ruta de Málaga a Algeciras. Cuando se fue arreglando la carretera y se desdoblaron algunos tramos para mejorar el tráfico por la costa, el restaurante fue agonizando hasta casi desaparecer. Poco a poco fue deteriorándose, la clientela menguó y en los años en que yo iba con mi abuelo, en los últimos setenta, sólo pasaban por allí los viejos amigos de Baldo el tuerto, el dueño, que había echado buena parte de su vida detrás de la barra, poniendo vinos y menús durante más de veinte años.
Alrededor de lo que quedaba del restaurante había un pinar enorme, cuya sombra en verano era el principal encanto de Los Pinos, además, por supuesto, de su cocina, donde Teresa, la mujer de Baldo, hacía maravillas con los pucheros y las sartenes: chanquetes, cazón en adobo, hígado encebollado, magro con tomate, calamares rellenos, caracoles con poleo...
Baldo el tuerto era un hombre grande, o al menos a mi me lo parecía. Tendría entonces unos setenta y tantos años, diez o quince más que mi abuelo, pero aparentaba muchos menos: se mantenía en forma y conservaba su pelo, que aunque griseaba, aún mostraba algo del tono rubio que debió de tener años atrás. En alguna ocasión le oí hablar de su madre, Naja. Le gustaba decir que era una vikinga que había venido del hielo del norte al mediterráneo para conocer el sol del sur. Una danesa que con poco más de veinte años había recorrido medio mundo y hablaba varios idiomas, entre ellos algo de español. Su padre fue diplomático y su madre una escritora de cierto éxito en su país a finales de siglo, que publicó varias novelas, estrenó alguna obra de teatro y llegó a colaborar con Nielsen en una ópera que nunca llegó a estrenarse. Una familia adinerada, culta y viajera.
Una mañana, paseando por el puerto de Cádiz, días antes de embarcarse hacia Italia con sus padres y con su hermano, Naja se cruzó con Julián, que preparaba con sus compañeros las redes y los aparejos para salir de pesca. Quizá le preguntó algo sobre el tiempo o sobre la pesca en esa época del año o sobre cómo se arreglaban las redes. Baldo nunca supo con certeza cómo se inició aquella conversación, y cada vez que contaba la historia echaba mano de la imaginación de la que no escaseaba y de su capacidad para provocar interés en quien le escuchara, y adornaba a su gusto aquel primer encuentro entre sus padres. Su madre, la vikinga, volvió al día siguiente para continuar la charla. Y también al siguiente. Hasta que llegó el día en que tenía que embarcar para Italia y decidió quedarse.
Era una de esas historias que parece que sólo ocurren en las novelas y en las películas. Naja murió muy joven, cuando Baldo tenía sólo once años, más o menos mi edad cuando iba con mi abuelo a verle a Los Pinos. Le dejó un padre triste, la facilidad para los idiomas, su pelo rubio y unos ojos azules muy claros, casi grises.
Recuerdo sus manos enormes, con dedos gruesos, con la piel muy morena después de años de rozarse con el mar y el sol. Cuando llegábamos a Los Pinos le daba un abrazo a mi abuelo y a mi me estrechaba mi manita de niño para incluirme en esa camaradería de hombres adultos a la que me gustaba pertenecer por unas horas. Mi mano desaparecía en la suya descomunal que me apretaba con suavidad, como si sólo quisiera sugerirme la fuerza que realmente sería capaz de hacer si se lo propusiera. Al hacer memoria siempre le recuerdo con una camiseta de tirantes, unos pantalones de faena y una especie de sandalias de cuero muy gastadas. Tenía un pequeño tatuaje en uno de los brazos, no recuerdo qué era, quizá unas letras en algún idioma que yo no entendía.
Pero lo que hacía inconfundible a Baldo el tuerto, el amigo de mi abuelo, eran varias cicatrices de las que cuando llegábamos a verle yo era incapaz de apartar la mirada durante un buen rato. Tenía un par de ellas en uno de los brazos, casi paralelas, que subían desde la muñeca hasta más allá del codo girando alrededor del brazo. Otra, que le arrancaba desde el tobillo hacia arriba, y que siempre quedaba un poco a la vista cuando se remangaba el pantalón al sentarse. Y, sobre todo, tenía una cicatriz gruesa como una lombriz que le cruzaba el pecho bajo la camiseta, subía por su cuello en diagonal, trazaba en su mejilla un sendero por el que no le crecía la barba, que siempre llevaba de varios días, y terminaba un poco más allá del parche negro que le tapaba el ojo que no tenía. Mientras me saludaba dándome la mano, le miraba con ojos asombrados recorriendo esas marcas que yo imaginaba que sólo podían haberse producido cazando ballenas, luchando contra piratas o en alguna aventura del estilo, por lo menos, de las de los tebeos del Jabato que tanto me gustaban.
Cuando mi abuelo me llevaba a Los Pinos a ver a su amigo Baldo el tuerto, nos sentábamos los tres fuera, en una de las mesas de plástico que había a la sombra junto a la puerta. Un par de manzanillas para ellos y una fanta de naranja para mi.
Me sentaba con ellos, con mi fanta en la mano, sin quitar ojo de las cicatrices, sin perderme una palabra de lo que hablaban mi abuelo y él, observando de reojo a la poca gente que pasaba por allí y a la que Lucía, una de las hijas de Baldo, rubia como su abuela vikinga pero con la piel morena del sur, preguntaba desde detrás de la barra qué querían tomar.
Al sentarnos, Baldo el tuerto me preguntaba qué tal me iba en el colegio, me recomendaba que estudiara, que leyera, que si podía viajara todo lo posible para ver el mundo, que es muy grande, y no conviene perderse las muchas cosas increibles que se pueden encontrar en él. Me preguntaba por Madrid, me decía que nunca había estado allí pero que le gustaría, aunque él era más de mar que de tierra. Y cuando consideraba que quizá yo iba a empezar a aburrirme de su conversación, aunque eso no hubiera ocurrido jamás en ninguno de nuestros encuentros, me decía:
–Anda chaval, mientras charlo un rato con el cabrón de tu abuelo, vete a recoger unos piñones, que hace tiempo que nadie los coje y se están amontonando por ahí.
Yo me volvía a mi abuelo pidiéndole con la mirada un permiso que sabía que tenía de antemano, daba un último sorbo a mi fanta, corría detrás de la puerta, donde sabía que había un montón de bolsas de tela colgadas de un gancho, y con una de ellas me iba a recorrer el pinar recogiendo piñones del suelo. Llenaba la bolsa hasta que casi no podía cargar con ella y entonces volvía a sentarme con ellos. Al llegar a la mesa en la que seguían charlando agarrados a sus vasos de manzanilla, yo me sentaba en alguno de los taburetes de madera que siempre había por allí y me ponía a abrir piñones golpeándolos con una piedra.
Baldo y mi abuelo hablaban de política, hablaban de cómo eran Algeciras y el Estrecho hace años y de cómo eran ahora. Se preguntaban mutuamente por amigos comunes, lamentaban la pérdida de alguno o brindaban por el nuevo nieto de otro, y siempre, en algún momento, hablaban del mar. Baldo había sido marino durante muchos años. Varias veces le oí contar que cuando tenía pocos años más que yo ya andaba en uno de esos barcos de pesca que salen a media tarde y regresan de madrugada, con las bodegas llenas de pescado, listo para sacarlo a la lonja antes de amanecer. Y aún antes de eso, con seis o siete años, había acompañado muchas tardes a su padre en un botecito a pescar a sólo unos centenares de metros del puerto. De su padre heredó la pasión por el mar y él fue quien le enseñó a navegar, a moverse en ese medio, a conocerlo y a respetarlo. Cuando tenía unos veinte años ya había navegado en todo tipo de barcos, pequeños pesqueros atrevidos que salían mar adentro a pesar de su aparente fragilidad, y barcos enormes, atuneros o balleneros, que pasaban muchas semanas sin tocar puerto, que pescaban toneladas de pescado cada día y en sus propias bodegas lo procesaban y lo almacenaban hasta volver a tocar tierra. Habia viajado por todo el mundo. Yo tenía la impresión de que no había un puerto en el que no hubiera atracado ni una ciudad que no hubiera conocido. Me fascinaba oirle hablar de los sitios en los que había estado, lugares de los que yo no conocía nada, muchas veces ni siquiera el nombre, y que me esforzaba por recordar hasta llegar a casa, y una vez allí buscarlos en la enciclopedia que había en el salón, el espabilaburros, como la llamaba mi abuelo. Entonces descubría que los lugares de los que me había hablado Baldo eran un archipiélago diminuto perdido en el sur del Pacífico o una pequeña ciudad en un extremo de Australia o un puerto ballenero al norte de Noruega. Después de ir a ver a Baldo el tuerto yo pasaba horas mirando los mapas del espabilaburros tratando de localizar sus rutas, de imaginar sus itinerarios por el mundo.
Al ver mi cara de entusiasmo mi abuelo le tiraba de la lengua para que siguiera hablando de las personas que había conocido en esos lugares, de animales que había visto, de montañas y ríos, de idiomas con palabras impronunciables y alfabetos imposibles que parecía que nadie pudiera comprender, de comidas inauditas, de vestidos sorprendentes sobre los que me explicaba que quizá a nosotros nos podrían parecer ridículos pero que en aquellos países eran elegantísimos. Todo aquello era mucho mejor que cualquier película en el cine de verano y que cualquier tebeo del Jabato.
A veces, no muchas, yo intervenía pidiéndole que me explicara a qué sabían los saltamontes o los erizos crudos, o qué había que hacer si te atrapaba una tormenta en plena noche con olas que eran más altas que tu propio barco, o cómo hacían para subir a cubierta una ballena de treinta metros, o cómo podían entenderse con la gente en algunos de esos lugares en que hablaban idiomas que nadie en el mundo era capaz de entender más que ellos mismos. Él, paciente, encantado de tener tan buen público, me explicaba, se extendía, adornaba las historias añadiendo mil detalles, gesticulaba sin parar con sus grandes manos para hacerme imaginar la forma de unas nubes de tormenta en el ecuador, o el baile de docenas de delfines y gaviotas escoltando un pesquero, o el ruido del viento jugando con el barco como si quisiera arrancarlo de la superficie del mar, resolvía mis dudas generando muchas más, y aprovechaba para enlazar cada historia con una nueva que me provocaba aún más preguntas. A veces se volvía, llamaba a Lucía que nos miraba desde la barra, y le pedía que nos trajera papel y lápiz para hacerme pequeños dibujos que ayudaran a mi imaginación, si es que le hiciera falta, a ver las cosas de las que me hablaba: trazaba un mapa de una costa o una silueta de unos montes, o hacía unos trazos rápidos para explicarme cómo era tal o cuál barco, o garabateaba algunas letras que recordaba en alguno de esos idiomas extraños y lejanos de los que me hablaba. Yo guardaba aquellos papeles como tesoros para luego estudiarlos en casa y rememorar con ellos las historias de Baldo el tuerto.
Cuando llevábamos un buen rato así, descubriendo el mundo entero sentados a la sombra en la puerta de un antiguo restaurante de carretera, en algún momento mi abuelo me miraba, sonreía guiñándome un ojo y decía:
—Baldo, joder, cuéntale a mi nieto qué es lo que te pasó en el ojo. Cuéntale por qué tienes en el cuerpo más costurones que el abrigo de un mendigo. Explícale por qué tienes esa pinta que da miedo a quien se cruza contigo por la calle...
Entonces yo miraba a Baldo y me quedaba como paralizado porque sabía lo que venía a continuación. Baldo el tuerto miraba a mi abuelo, me miraba a mi, volvía a mirar a mi abuelo y empezaba a hacerle muecas de odio que daban entre miedo y risa. Yo estaba clavado en mi asiento, atento, mientras mi abuelo comenzaba a reir e insistía:
—Venga hombre, que la última vez ya te pedí que se lo contaras y no quisiste, y está el chaval con el misterio de saber qué es lo que te pasó... —y levantaba su vaso de manzanilla como brindando por la salud y el buen humor y la paciencia de su amigo Baldo el tuerto.
Yo miraba a Baldo y sabía que de un momento a otro, como otras veces, su ira, ficticia o no, haría que se arrancara y ya no habría quien le parara. Desde la barra Lucía, que también sabía lo que iba a pasar a continuación, me miraba risueña como diciéndome que no me preocupara, que ese aparente enfado que yo veía llegar como una tormenta no era peligroso, y que quizá esta vez su padre sí me contara su historia, que quizá ni siquiera ella sabía.
—Pero serás hijoputa, pero cómo se puede ser tan hijoputa como este abuelo tuyo –cuando se dirigía a mi hablando de esa forma, yo no podía quitar la vista del parche negro y del misterio que debía esconder y que sabía, casi con seguridad, que esta vez tampoco me sería desvelado. Era como si el resto de la cara y el resto de Baldo el tuerto hubieran desaparecido y sólo quedaran el ojo azul claro, casi gris, el parche negro, las cicatrices y su vozarrón diciendo palabrotas–. Será cabronazo el jodío abuelo que otra vez me pregunta por mi puto ojo. Pero chaval, explícame cómo se puede ser tan mala gente y tan cabronazo y tan hijoputa como tu abuelo, para andar siempre enredando con lo que me pasó en el ojo. Pero cómo me pides otra vez que le cuente al chico lo de mi ojo. ¿Quieres saber qué me pasó? ¿Lo quieres saber de verdad? Pues no me pasó nada, coño, lo tengo desde que nací. Mi madre, la vikinga, me parió con el puto parche, no te jode... a ver qué mierda le importará al jodío crío cómo se me fue al carajo la mierda del ojo...
Me quedaba como hipnotizado escuchando aquella retahíla increible de palabrotas. No podía separar la vista de Baldo, de su parche negro, que una vez más no había forma de que desvelara la historia que escondía, y de su ojo azul, muy claro, casi gris, brillante, que te veía entero cuando te miraba, por dentro y por fuera, y que no paraba de saltar de mí a mi abuelo, de mi abuelo al interior del bar, de allí a la carretera o al Peñón, y finalmente siempre al mar que se veía al fondo, detrás de nosotros, entre los pinos.
Me fascinaba esa ira casi teatral y esa avalancha de palabrotas. Yo oía palabrotas constantemente en el colegio, claro, y mi abuelo solía decirlas también, no era algo que me resultara ajeno, y yo mismo, a veces, decía alguna, aunque siempre con un punto de culpabilidad, de estar haciendo algo grave cuyas consecuencias podían ser imprevisibles. Pero no conocía a nadie que las hilvanara con esa vehemencia, con esa naturalidad, casi con entusiasmo. A Baldo el tuerto le salían las palabrotas una detrás de otra, sin pausa, cada vez más fuertes. Decía cabronazo y jodío hijoputa y mierda y coño como quien dice mesa y silla y lápiz.
Al final, cuando parecía que Baldo se iba calmando y que esta vez tampoco iba a contar la historia de su ojo perdido, mi abuelo le decía, como resignado:
—Bueno Baldo, no te pongas así, hombre, si no se lo quieres contar déjalo, que no pasa nada, ya te preguntaremos otro día que estés de mejor humor.
Y volvía a sonreir mirándome con guasa y levantando de nuevo su vaso de manzanilla, ya casi vacío, hasta que Lucía le veía desde la barra y venía con la botella. Al llegar junto a nuestra mesa rellenaba los dos vasos y agitándome un poco el pelo me preguntaba si quería otra fanta de naranja. Yo seguía aún unos segundos embelesado, mirando a Baldo, hasta que conseguía levantar la vista hasta Lucía, y luego a mi abuelo que le decía que sí, que me trajera otra. Yo seguía mirando a Baldo, que recogía el vaso de manzanilla de la mesa y mientras se lo acercaba a los labios seguía murmurando en voz baja:
—...el jodío hijoputa anda y que le dén por el culo no te jode preguntarme qué me pasó en el cochino ojo como si al chaval le importara qué coño me pasó en el puto ojo...
Después, ya olvidado el tema, no por mí pero aparentemente sí por ellos, como quien vuelve a salir de casa a dar un paseo después de una tormenta, con sus vasos de nuevo llenos, seguían charlando un rato más, riéndose, bromeando, hablando de algo que había ocurrido en el puerto, de las obras que empezaban a ampliarlo ganando terreno al mar, o del calor que iba aumentando según avanzaba la mañana. Un rato después mi abuelo miraba la hora y decía que era tarde, que teníamos que ir a casa a comer, que la abuela estaría preparando la comida y si no nos aligerábamos llegaríamos tarde. Entonces pedía la última ronda de manzanilla.
Al irnos se despedían con un largo abrazo, Baldo volvía a estrecharme la mano, recordándome lo de estudiar, lo de leer y lo de viajar, y nos íbamos a coger el autobús para volver a casa, donde mi abuela tenía ya listo un arroz con calamares, gambas y alcachofas, igual de rico que el que sigue haciendo hoy, casi cuarenta años después. Y como siempre, al entrar en casa me preguntaba si le traía algunos piñones de Los Pinos, que ya se habían acabado los de la última vez que fui a visitar a Baldo el tuerto y que le venían tan bien para echarlos en los guisos.

Manjirón, febrero de 2014.

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Baldo el tuerto por Román J. Navarro Carrasco se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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