He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

jueves, 20 de abril de 2017

El poder de persuasión

Hablemos, pues, de la forma de la novela, que, por paradójico que parezca, es lo más concreto que ella tiene, ya que es a través de su forma que una novela toma cuerpo, naturaleza tangible. Pero, antes de zarpar por esas aguas deleitables para quienes, como usted y yo, amamos y practicamos la artesanía de que están hechas las ficciones, vale la pena dejar establecido lo que usted sabe de sobra, aunque no esté tan claro para muchos lectores de novelas: que la separación entre fondo y forma (o tema y estilo y orden narrativo) es artificial, sólo admisible por razones expositivas y analíticas, y no se da jamás en la realidad, pues lo que una novela cuenta es inseparable de la manera como está contado. Esta manera es lo que determina que la historia sea creíble o increíble, tierna o ridícula, cómica o dramática. Desde luego, es posible decir que Moby Dick refiere la historia de un lobo de mar obsesionado por una ballena blanca a la que persigue por todos los mares del mundo y que el Quijote narra las aventuras y desventuras de un caballero medio loco que trata de reproducir en las llanuras de la Mancha las proezas de los héroes de las ficciones caballerescas. Pero ¿alguien que haya leído aquellas novelas reconocería en esa descripción de sus «temas» los infinitamente ricos y sutiles universos que crearon Melville y Cervantes? Naturalmente que, para explicar los mecanismos que hacen vivir una historia, se puede hacer esta escisión entre tema y forma novelesca, a condición de precisar que ella no se da nunca, por lo menos no en las buenas novelas -en las malas, en cambio, sí, y por eso es que son malas- donde lo que ellas cuentan y el modo en que lo hacen constituye una indestructible unidad. Esas novelas son buenas porque gracias a la eficacia de su forma han sido dotadas de un irresistible poder de persuasión.
Si a usted, antes de leer La metamorfosis, le hubieran contado que el tema de aquella novela era la transformación de un modesto empleadito en una repulsiva cucaracha, probablemente se habría dicho, bostezando, que se exoneraba de inmediato de leer una idiotez semejante. Sin embargo, como usted ha leído esa historia contada con la magia con que lo hace Kafka, «cree» a pie juntillas la horrible peripecia de Gregorio Samsa: se identifica, sufre con él y siente que lo ahoga la misma angustia desesperada que va aniquilando a ese pobre personaje, hasta que, con su muerte, se restablece aquella normalidad de la vida que su desdichada aventura trastornó. Y usted se cree la historia de Gregorio Samsa porque Kafka fue capaz de encontrar para relatarla una manera -unas palabras, unos silencios, unas revelaciones, unos detalles, una organización de los datos y del transcurrir narrativo- que se impone al lector, aboliendo todas las reservas conceptuales que éste pudiera albergar ante semejante suceso.
Para dotar a una novela de poder de persuasión es preciso contar su historia de modo que aproveche al máximo las vivencias implícitas en su anécdota y personajes y consiga transmitir al lector una ilusión de su autonomía respecto del mundo real en que se halla quien la lee. El poder de persuasión de una novela es mayor cuanto más independiente y soberana nos parece ésta, cuando todo lo que en ella acontece nos da la sensación de ocurrir en función de mecanismos internos de esa ficción y no por imposición arbitraria de una voluntad exterior. Cuando una novela nos da esa impresión de autosuficiencia, de haberse emancipado de la realidad real, de contener en sí misma todo lo que requiere para existir, ha alcanzado la máxima capacidad persuasiva. Logra entonces seducir a sus lectores y hacerles creer lo que les cuenta, algo que las buenas, las grandes novelas, no parecen contárnoslo, pues, más bien, nos lo hacen vivir, compartir, por la persuasividad de que están dotadas.
[...]
Si las palabras y el orden de una novela son eficientes, adecuados a la historia que ella pretende hacer persuasiva a los lectores, quiere decir que hay en su texto un ajuste tan perfecto, una fusión tan cabal del tema, el estilo y los puntos de vista, que el lector, al leerla, quedará tan sugestionado y absorbido por lo que ella le cuenta que olvidará por completo la manera como se lo cuenta, y tendrá la sensación de que aquella novela carece de técnica, de forma, que es la vida misma manifestándose a través de  unos personajes, unos paisajes y unos hechos que le parecen nada menos que la realidad encarnada, la vida leída. Ése es el gran triunfo de la técnica novelesca: alcanzar la invisibilidad, ser tan eficaz en la construcción de la historia a la que ha dotado de color, dramatismo, sutileza, belleza, sugestión, que ya ningún lector se percate siquiera de su existencia, pues, ganado por el hechizo de aquella artesanía, no tiene la sensación de estar leyendo, sino viviendo una ficción que, por un rato al menos, ha conseguido, en lo que a ese lector concierne, suplantar a la vida. 

De Cartas a un joven novelista [1997] de Mario Vargas Llosa [1936- ].

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