He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

jueves, 30 de marzo de 2017

Las buenas intenciones

El médico me ha dicho que pasee. «Tienes que pasear, Ramiro», me ha aconsejado el médico... ¡pero es que es tan sencillo aconsejar!
Es más: si fuera médico yo mismo, o sacerdote incluso ¡qué buenos consejos daría! Bien mirado resulta muy bonito (y hasta benéfico para el amor propio) esa modesta lotería que es ganarse uno el sustento aconsejando a la gente. «Tienes que pasear, Ramiro». ¡Nos ha jorobado con los paseos! Menuda solución. Pongamos además que le hago caso al médico. Mañana mismo. Digamos que a las nueve o nueve y media (ni muy temprano ni muy tarde), me levanto, me aseo, me visto, me coloco las gafas, e incluso cojo la gabardina del perchero, por si al día le da por meterse en agua.
Muy bien. Ya estoy en el portal. Y ahora... ¿qué? Eso: ¿paseo? ¡Y qué voy a ganar paseando! Hacerlo todo más difícil. Eso voy a ganar. Porque si verdaderamente decidiera dar un paseo (lo que no creo que ocurra nunca), antes sería imprescindible que meditara sobre muchas cosas... Y cosas muy sutiles además; cosas que a cualquier hombre que tuviera la cabeza en su sitio le ocuparían seguramente meses, puede que años enteros, de laboriosa reflexión. ¿Paseo a la derecha o paseo a la izquierda? ¿Paseo a lo largo de la calle, como es costumbre entre las viejecitas; o a lo ancho mejor, como los perros atolondrados? ¿Paseo a lo alto quizá, como a veces he visto que hacen las moscas? ¿Es, en general, posible, esa actividad humana a la que a falta de otro nombre más exacto (o más consolador, si se prefiere) denominamos «pasear»?
«Tienes que pasear, Ramiro», me ha dicho el médico. «¡Ah, doctor, doctor —tendría que haberle contestado—; qué bien se ven las cosas al otro lado de su mesa, rufián! ¡Qué desnudas de aristas! ¡Y cuánta crueldad (me gustaría pensar que involuntaria) puede encerrarse a veces en el consejo mejor intencionado!».

Del libro de cuentos, muy recomendable, Las buenas intenciones y otros cuentos [2001] de mi profesor de escritura Ángel Zapata [1961- ].

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