He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

domingo, 23 de octubre de 2016

Las minas del Rey Salomón

Las minas del Rey Salomón fue la película que más me obsesionó de pequeño. Nunca he vuelto a verla, pero aún conservo imágenes de ella. Guerreros watusi con rayas de arcilla roja pintadas en la nariz. Cintos negros cruzados en sus pechos a modo de adorno. Dientes afilados como alfileres. Leones que desgarran el brazo a alguien. Moscas posándose en el labio de alguien, y ese labio inmóvil. Antorchas en cuevas. Joyas azules rodeadas de calaveras. Aquel actor inglés muerto de miedo.
El Cine Rialto era un lugar oscuro y almizcleño en pleno día, y yo me metía tan absolutamente en el mundo de la película que la sala se convertía en parte de su paisaje. El paseo en busca de palomitas de maíz al final del pasillo negro, mientras sonaba atronadora la música y los niños se agitaban en sus asientos, todo formaba parte de la trama. Me encontraba en la cueva del Rey Salomón, comprando caramelos. Los bombones eran joyas. Los acomodadores eran árboles de la selva. En los lavabos rugían las panteras.
En una ciudad poblada por blancos de carne y hueso, olí a polvo africano durante varios días.

1/9/80
Homestead Valley, Ca.

De Crónicas de motel [1982] de Sam Shepard [1942].

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