He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

viernes, 28 de noviembre de 2014

3.000


Muchas veces he echado estas cuentas.
Puede que alguien piense que no es más que otro TOC... pero no deja de tener su gracia y su interés hacer los cálculos, aunque sólo sea por curiosidad: tantos libros al mes por doce meses al año por tantos años de lectura más o menos continuada... tantos libros leídos en toda la vida.
Da igual la generosidad que muestres al pensar en el número de libros que lees o en el número de años que vas a usar para leerlos. Hagas las cuentas como las hagas siempre salen pocos. Unos cuantos miles en el mejor de los casos.
Y para colmo luego piensas en las temporadas en las que lees menos por el motivo que sea, o en el tiempo "perdido" en leer libros prescindibles (signifique eso lo que signifique), o en esos que parece que te están gustando pero se te "atascan" y no consigues acabarlos, o los malos malísimos que has leído para ver por qué hay tanta gente a la que le gustan, o los directamente intragables.....


La razonable biblioteca de Samuel Pepys


El empelucado caballero que nos contempla tan digno a la derecha, atendía al nombre de Samuel Pepys. En vida fue un eficiente funcionario del gobierno de su majestad el rey Jacobo II de Inglaterra. Ya difunto, pertenece a ese fastidioso club de escritores que se han ganado un puesto en la historia de la literatura sin pretenderlo. El señor Pepys escribió durante nueve años un diario tan sincero, que se mantiene cálido y cercano trescientos cuarenta años después, como si conociéramos en persona al autor, y encima, nos cayera simpático. Lo escribió en un sistema taquigráfico personal que impidió su lectura hasta 1823, cuando un estudiante dedicó tres arduos años a desentrañar las páginas cifradas. El pobre nunca supo que, a un metro de donde se guardaba el diario, Pepys había dejado un libro con la explicación de los signos empleados. Le hubiera bastado alargar el brazo para ahorrarse miles de horas de esfuerzo. El buen Pepys quiso proteger sus deslices amorosos escribiendo sus modestas hazañas con una mezcla de español, inglés y francés, en una suerte de esperanto sexual que lo protegiera de la brava señora Pepys. Fue un hombre diligente, curioso y extrovertido con solo dos terrores en su vida. El primero fue quedarse ciego, y por eso interrumpió la escritura del diario, al que culpaba de arruinar su vista. El segundo, más punzante, era un cerval pánico a la señora Pepys, que no perdonaba sus infidelidades con las criadas y tronaba furiosa persiguiendo a su esposo por toda la casa. Los dos se querían tiernamente. Además, el señor Pepys estaba adornado con ese raro sentido común que hace las cosas prácticas, razonables y sencillas. Como su biblioteca.
Encargó construirla en roble y con puertas de cristal., una novedad que resguardó a sus libros del polvo y la luz solar. Mandó encuadernar todos los ejemplares igual, y así puso fin a esa molestia que hace que todos los asiduos a librerías balanceemos nuestras cabezas como badajos de campana, mientras leemos los títulos de abajo a arriba y de arriba a abajo -lomo a la española, cabezada a la izquierda; lomo a la inglesa, cabezada a la derecha-. En dos mil años nadie ha llegado todavía a un acuerdo de cómo titular el canto de los libros. Ordenó sus ejemplares con el criterio más objetivo que pueda pensarse, por tamaño. Todas las demás clasificaciones se han revelado ambiguas e imperfectas; siempre hay libros que escapan a un determinado género o categoría. Resolvió renovar los que guardaba a lo largo de los años, pues, como las personas, el libro que atesoramos a los veinte puede convertirse en odioso o antipático a los cuarenta. Por último, decidió cuántos debía contener. Tres mil. Ni uno más, ni uno menos.
La cantidad de libros a custodiar es la elección más difícil en toda biblioteca. Séneca, en la segunda carta a Lucilio, recomienda moderación y conformarse con juntar únicamente los que uno pueda leer. Otros, en cambio, han almacenado libros en un impulso irresistible. Tres mil es un bonito número*. Calcula leer un libro a la semana, un logro notable si te enfrentas a obras del tonelaje de El conde de Montecristo, Los miserables o Guerra y paz. Multiplica esas semanas por los años activos de lectura de un ser humano, por ejemplo sesenta y cinco. La cifra de libros que un lector puede abarcar es tres mil trescientos ochenta, aproximadamente. Eso incluye los mediocres, los errores y las pérdidas de tiempo. Resta las rachas de la vida que nos impiden leer o nos privan de su apetito, y ten en cuenta el íntimo placer de la relectura, que nos hace volver a aquellas obras que tanto han significado. Suma, por fin, una cantidad razonable de obras de consulta. Tres mil libros se nos aparecen como una cantidad justa y manejable. La tarea para toda una vida. 
Pero no detengamos los cálculos ahora. Pongamos que el grosor medio de los volúmenes de nuestra biblioteca imaginaria sea de siete centímetros y que el armario mida siete baldas de altura. Todo lo que podríamos leer durante nuestra vida se acomoda en treinta metros de estanterías. Un corto paseo que nos recuerda lo mucho que hay para leer y lo poco que permaneceremos en pie. Y la lista de libros imprescindibles es tan larga... La ristra de títulos que nos urgen no poder dejar de hojear es demasiado extensa. Por eso, este sencillo armario ideal nos enseña en qué debemos ocupar nuestros ojos. Un recordatorio de que hay que leer solo por gusto y por placer. La vida es demasiado valiosa para preocuparse por un canon.

* Esta parte de lo escrito trata de una inquietud personal mía. Del asombro ante ciertos autores que parecen haber leído todo... Ni siquiera Borges pudo hojear lo que se le atribuye, teniendo en cuenta, además, que fue ciego muchos años. Las cuentas que siguen intentan demostrar que un par de ojos tiene sus limitaciones. Un consuelo por todos los libros que dejamos a medias. Algunos defienden una antibiblioteca compuesta, no por los libros que hemos leído, sino por los que aún no hemos abierto, que son los únicos valiosos. Esta biblioteca cóncava ocuparía el tamaño de nuestra ignorancia o el de nuestra curiosidad.

De Libros malditos, malditos libros [2013] de Juan Carlos Díez Jayo.

1 comentario:

  1. Carl Sagan en su famoso programa /Cosmos/ nos enseñó el espacio que ocupan en una estantería los libros que un lector curioso podría leer en una vida medis de setenta años. Por eso hay que elegir muy bien.
    Hace tiempo que no me siento culpable por no terminar un libro que no me atrapa.
    Muy interesante la historia de Mrm Pepys. Muy apropiado artículo pars el Día de las librerías.
    Muy bien escrito y muy bonito artículo, Román. Gracias.

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